Paseo, camino, hace calor. Nubarrones negros cruzan el cielo amenazando lluvia. Me pregunto qué hago en la calle a estas horas cuando sólo hay desolación. Sigo caminando. Descarga la tormenta entre truenos y rayos que parten el cielo, apenas 10 minutos de lluvia intensa. Me mojo. El pelo negro me cae por la cara y escurre sobre mi camisa. Sigo andando. Nadie por la calle, no son horas. Escampa. Apenas huele a mojado, noto el polvo de la atmósfera entrando en mi nariz, ese que hace unos minutos flotaba más disperso, más arriba. Con este calor y el sol abrasador el suelo ya apenas está mojado. Hace aire, pero no es frío, ni fresco. Tampoco caliente, es aire indiferente y molesto. Es aire con olor a polvareda, que reseca, que cansa. Me retiro el pelo mojado de la cara. No hay nadie alrededor. Entonces recuerdo el motivo: esa guerra que nos dejó como regalo este mundo yermo y aniquilado a los pocos que sobrevivimos. Paseo sin rumbo, no encuentro nada, no queda nada. A veces creo escuchar algo, pero sólo es la ilusión de mezclar el recuerdo de lo que esta ciudad fue con las ruinas que ahora quedan. Paseo sin rumbo. Vuelvo al refugio.
jueves, 2 de septiembre de 2010
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