Estoy intranquila, siento una desazón por dentro casi como la que siento por fuera. "No te rasques, no te rasques", hasta que al final no puedo contenerme más y comienzo a rascarme. Como llevo tiempo conteniéndome uso la mano entera, todos los dedos, todas las uñas. Primero flojo, pero poco a poco voy hundiéndolas en la carne y noto los surcos que van haciendo. Primero la piel se ve blanca, después se va coloreando hasta que por fin se vuelve roja. Allí donde tengo ropa también lo noto. Me rasco cada vez con más violencia y no consigo calmar el ansia que me provoca este picor (¿o acaso ha sido el ansia el origen de esta picazón?). Ahora me duele y me pica a un tiempo, como si la carne quisiera romper la piel para salir porque ésta se le ha quedado pequeña. Me brotan lágrimas de los ojos, pero no paro. En mi visión borrosa logro diferenciar los puntos de sangre que se van quedando bajo la piel. Ahora ya van saliendo gotas, pues mis uñas están rompiendo la barrera. Me rasco por todas partes. Noto las piernas ardiendo bajo los vaqueros y sé que mañana allí habrá cardenales, pues no es la primera vez. El frío a mi alrededor hace que me duela más y que no pare de picarme.
Desde la puerta él me mira sin salir de su asombro, pues aunque apenas han pasado unos segundos mi furia le resulta chocante. Me sobresalto al darme cuenta que está ahí y entonces sale de su trance y se acerca: "Pero, ¿qué haces?", me pregunta. Me lo quedo mirando con cara de boba, como si no me hubiera dado cuenta de lo que había pasado. Me miro en un gesto de cordura: toda mi piel expuesta está roja y mana sangre de algunos zarpazos, que pueden verse claramente grabados en mi piel. Allí donde no hay sangre se adivina sin embargo que sí habrá cicatriz. En lo que yo estoy mirándome él ha ido a por gasas, algodón y otras cosas, y cuando quiero darme cuenta está lavándome las heridas con agua fría y curándomelas. Le miro, resulta tierno y me está dando la paz que el cuerpo y el alma me pedía. Ya no me pica.
Desde la puerta él me mira sin salir de su asombro, pues aunque apenas han pasado unos segundos mi furia le resulta chocante. Me sobresalto al darme cuenta que está ahí y entonces sale de su trance y se acerca: "Pero, ¿qué haces?", me pregunta. Me lo quedo mirando con cara de boba, como si no me hubiera dado cuenta de lo que había pasado. Me miro en un gesto de cordura: toda mi piel expuesta está roja y mana sangre de algunos zarpazos, que pueden verse claramente grabados en mi piel. Allí donde no hay sangre se adivina sin embargo que sí habrá cicatriz. En lo que yo estoy mirándome él ha ido a por gasas, algodón y otras cosas, y cuando quiero darme cuenta está lavándome las heridas con agua fría y curándomelas. Le miro, resulta tierno y me está dando la paz que el cuerpo y el alma me pedía. Ya no me pica.

