La vi pasar ante mí, como una muñeca de grandes ojos, tan frágil. Su mirada contradecía su cuerpo, llena de dureza, desafiante ante lo que encontrara al paso. Supe que su naturaleza era indómita, y eso hizo que desease aún más que fuera mía. Su cuerpo estrecho y menudo me hacía parecer un gorila desgarbado a su lado. Aquello me recordó a King Kong protegiendo a la chica, e imaginé cómo podría ser el rodearla con mis brazos y sentir su corazón latiendo junto al mío.
Se acercó a mí, y su voz me sacó de mi ensimismamiento pasajero:
— ¿Qué te pongo?
— Un tequila, por favor.
—Chupito, ¿verdad?
Asentí con la cabeza sin poder hacer nada más, y la miré mientras se daba la vuelta y se alejaba tras la barra con un leve contoneo de caderas. Mientras me hablaba noté cómo sus ojos se endulzaban, cambiando por completo la expresión de su rostro. Objetivamente, no había mucho reseñable, probablemente habría docenas como ella. La menudez de su cuerpo bien contorneado hacía que todas las miradas acabaran en él, pero su cara seria y sus ojos desafiantes imprimían carácter al conjunto, de forma que nadie, de nuevas, osaba decirle nada, conformándose con admirarla y, seguramente, llevarse consigo fantasías como las que en ese momento me pasaban a mí por la cabeza. Me estremecí sólo de pensar que aquella gentuza que ahora me rodeaba pudiera desearla, pues sin duda no la podían ver como yo la estaba viendo: en su esencia, más allá de lo que mostraba.
Se acercó a mí, y su voz me sacó de mi ensimismamiento pasajero:
— ¿Qué te pongo?
— Un tequila, por favor.
—Chupito, ¿verdad?
Asentí con la cabeza sin poder hacer nada más, y la miré mientras se daba la vuelta y se alejaba tras la barra con un leve contoneo de caderas. Mientras me hablaba noté cómo sus ojos se endulzaban, cambiando por completo la expresión de su rostro. Objetivamente, no había mucho reseñable, probablemente habría docenas como ella. La menudez de su cuerpo bien contorneado hacía que todas las miradas acabaran en él, pero su cara seria y sus ojos desafiantes imprimían carácter al conjunto, de forma que nadie, de nuevas, osaba decirle nada, conformándose con admirarla y, seguramente, llevarse consigo fantasías como las que en ese momento me pasaban a mí por la cabeza. Me estremecí sólo de pensar que aquella gentuza que ahora me rodeaba pudiera desearla, pues sin duda no la podían ver como yo la estaba viendo: en su esencia, más allá de lo que mostraba.

